Historias de fantasmas en la antigüedad
Los romanos siempre fueron un pueblo muy supersticioso y temeroso en su relación con los muertos. Los espíritus que no eran aplacados debidamente con sacrificios y ofrendas podían atormentar de forma terrorífica a los vivos. Estos, dedicaban varios días al año precisamente a realizar los rituales expiatorios necesarios para calmar a los espectros. Los más destacados eran los días en los que la puerta del inframundo se abría al mundo de los vivos –mundus patens- y las lemuria, festividades en las que los espíritus malignos –lemures– reclamaban el alma de sus descendientes.
La historia que vas a leer ahora está considerada como el relato de fantasmas más antiguo que se conserva. Lo escribió Plinio el joven a comienzos del siglo II d.C, seguramente hacia el año 107. En él encontrarás los ingredientes esenciales para crear el ambiente tétrico de cualquier historia fantasmagórica que se haya escrito con posterioridad a lo largo de la historia. Que lo disfrutes…
Había en Atenas una casa grande y espaciosa, pero de mala fama y peligrosa para vivir en ella. En medio del silencio de la noche se oía el sonido del hierro y, si escuchabas más atentamente, el ruido de cadenas, primero lejos, luego más cerca; después aparecía un espectro, un anciano extenuado por la delgadez y la suciedad, con una larga barba y cabellos hirsutos, que llevaba grilletes en las piernas y cadenas en las manos, que movía al caminar.
Los ocupantes pasaban en vela a causa del miedo unas noches terribles y siniestras. La falta de sueño conducía a la enfermedad y, al crecer el miedo, a la muerte. Incluso durante el día, aunque el espectro se había marchado, su imagen permanecía clavada en sus pupilas y el temor permanecía más tiempo que las causas de ese temor. Por ello la casa quedó desierta, condenada a la soledad y abandonada por entero al espectro; sin embargo fue puesta en venta, por si alguien que no tuviese conocimiento de tal maldición quisiese comprarla o alquilarla.
Llegó a Atenas el filósofo Atenodoro, leyó el anuncio y, cuando escuchó el precio, como la baja cantidad le parecía sospechosa, pregunta y se entera de toda la verdad, pero a pesar de ello, mejor diría, precisamente por ello, alquila la casa. Cuando empezó a oscurecer, ordena que le sea preparado un lecho en la parte delantera de la casa, pide unas tablillas, un estilete y una lámpara, y envía a sus sirvientes al fondo de la casa; él mismo se concentra por completo —mente, ojos y manos, en escribir—, para que su mente, al no estar desocupada, no oyese falsos ruidos, ni se inventase vanos temores.
Al principio, como siempre, el silencio de la noche; después, los golpes sobre hierro y el arrastrar de cadenas. Él ni levantaba los ojos, ni dejaba de escribir, sino que se concentraba aún más en el trabajo y en mantener sus oídos sordos. Entonces, el estruendo continuaba creciendo, se aproximaba y se oía como si ya estuviese en el umbral, como si ya estuviese dentro de la habitación. Levanta la vista, mira y reconoce al espectro que le habían descrito. Allí estaba de pie y hacía señas con un dedo como si le llamase. Atenodoro, por su parte, le hace señas con la mano de que espere un poco y de nuevo se inclina sobre las tablillas y el estilete; el espectro mientras tanto hacía resonar sus cadenas por encima de la cabeza mientras escribía. De nuevo levantó la vista y vio que el espectro hacía el mismo signo que antes; no se detiene más tiempo, coge la lámpara y le sigue.
Caminaba con paso lento, como si le pesasen las cadenas. Después que salió al patio de la casa, desvaneciéndose repentinamente abandonó a su acompañante. Una vez solo, éste arranca unas hierbas y hojas y las coloca en el lugar como una señal. Al día siguiente se dirige a los magistrados y les pide que ordenen realizar una excavación en aquel lugar. Se encontraron unos huesos, incrustados y mezclados con las cadenas, que el cuerpo putrefacto por la acción del tiempo y la humedad de la tierra había dejado desnudos y consumidos por los grilletes; los huesos fueron recogidos y se les dio una sepultura pública.
En lo sucesivo, la casa se vio libre de los Manes, debidamente sepultados. Ciertamente tengo fe en los que afirman estos hechos…
Plinio el joven, Cartas, VII, 27.
Néstor F. Marqués – Coordinador Antigua Roma al Día
Los romanos, como tantas otras veces, siendo los pioneros.
S·P·Q·R